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viernes, 7 de febrero de 2014

Nunca bajes de tus sueños!


Un hombre llegó a un pueblo con una banqueta. Ubicándola en la plaza, se subió a ella y, parlante en mano, empezó a hablar con determinación a la gente que pasaba. En su discurso la invitaba a disfrutar del amor, de la comunicación, y a escucharse unos a otros.
Casi doscientas personas lo aplaudieron cuando el disertante se bajó de la improvisada tarima.

A la mañana siguiente, otra vez el disertador llegó a la plaza y, desde su banqueta, habló para los transeúntes. También esta vez más de un centenar de personas lo escuchó exponer sobre la comunicación y el amor.

Cada día el hombre iba a la plaza y hablaba, cada vez más pasional y cada vez más claro y vehemente en su discurso. Sin embargo, por alguna razón, cada día menos gente se detenía a escucharlo. Hasta que, en efecto, el día 14, nadie, pero absolutamente nadie fue a escucharlo. De cualquier modo, él hizo su habitual discurso, exactamente como si miles de personas atendieran sus palabras.

Y así continuó haciéndolo. Todos los días el hombre iba a la plaza y, subido al banquito, ya sin megáfono, hablaba apasionado de la importancia del amor y de escuchar al prójimo. La plaza, sin embargo, seguía desierta.

Una mañana, uno de los comerciantes de la zona se le acercó amorosamente y le dijo:
-Disculpe, señor, usted ha venido aquí a la plaza durante un mes. Al principio mucha gente lo escuchaba. Cada vez vinieron menos personas, hasta que desde hace quince días nadie viene a escucharlo. ¿Para qué sigue hablando? Al principio yo podía entenderlo, pero ahora… ahora, la verdad, ya no lo entiendo.

-Lo que pasa es que al principio yo hablaba para convencer a otros –dijo con entusiasmo el disertante-. Hoy, en cambio, hablo para estar seguro de que ellos no me han convencido a mí.

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